La tiene Black Sabbath. La angustia. Del tipo de angustia que la hace huir frente al desafío, del tipo de angustia que acelera los latidos de su corazón al simple oír de un ruido inocuo. Al igual que una pantera en una jaula, da vueltas en la pequeña habitación sin tener el coraje de ir más allá que la puerta. La inquietud la rodea. No conoce nada, y sin embargo no lo quiere tampoco. Se enoja contra los otros gatos, que curiosos vienen a verla desde la entrada del cuarto. Entonces se puede oír su sordo gruñido, amenazador y profundamente malvado. Si el intruso no da vuelta atrás, Black Sabbath se refugia debajo de la cama, y su monstruoso rugido sigue resonar, levemente acallado por el espesor del colchón.
Pero cuando se atenúan los ruidos del día, sale de nuevo y derrama su triste llanto al pensar a su vida anterior. Había sido la dueña de una casa larga, tranquila, casi vacía. En esta casa tenía sólo a ella seis sillas, tres sofás, dos sillones y una alfombra enorme. Pero su mirada se oscurece cuando piense a estos ocho meses que pasó en la calle. Se había perdido; había visto la cara más cruel del invierno, había errado en las callejuelas más sucias de la ciudad, había sufrido el peor abandono, el de la confianza en el porvenir. Así ha contraído la angustia, que desde este tiempo no la deja nunca.
Su inseguridad puede trasformar su humor en una fracción de segundo, pasando de cariñosa a destructora. A veces su ira es tal que golpea a su ama, dejando largas huellas sangrientas con sus patas mutantes. Tiene seis garras afiladas como navajas al extremo de cada pie, y no se hace rogar para usarlas. Todo la molesta en su nuevo dominio: el piso del cuarto es muy frío, la comida no es la que le gusta, y el paisaje que ve por la ventana es lleno de edificios extraños. Black Sabbath tiene añoranza de su vida tranquila, pero más que todo, tiene añoranza de este estado de ánimo que le permitía vivir sin miedo, sin paranoia, sin angustia.